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March 24, 2009 | History

Angel Ruiz Cediel

1955 -

Nacido en Madrid en 1955, en el corazón del signo de Libra y en conjunción con el sol, desde muy temprana edad muestro una particular inclinación por el mundo de las letras. Será prácticamente la única constante en una vida tal vez demasiado agitada que me fuerza a desconocer lo que es el aburrimiento.

La inclinación literaria, sin embargo, siempre la llevé como una cuestión íntima y muy personal, algo con lo que había nacido, quién sabe si porque me quedaron algunos asuntos pendientes en mi vida anterior. En cualquier caso, al menos en los primeros años, es algo para mí tan importante o tan carente de importancia como la lesión con la que ha nacido un malformado: lo normal, y, por ello mismo, me cuesta enórmemente comprender por qué se tienen tanta relavancia social quienes cuentan historias.

Ser escritor, en consecuencia, es para mí tan natural como ver para un vidente o como acariciar con las manos como para quien no es manco. Tal vez por ello, mi literatura no pretende deslumbrar a nadie, ni el oficio es tan importante como para babear en pos de los favores de una vaca sagrada de la literatura o hacer felaciones a un agente literario o a un editor. Si al paso viniera, bueno y pase; pero de no ser así, santas y buenas: el mundo y la sociedad se lo pierde, porque yo ya tengo lo mío.

Me importa el mundo de las ideas, transmitir la esencia de lo que veo o de lo que considero particularmente importante, sin buscar recompensa por ello. Mis héroes en la primera infancia -que los tuve-, eran criaturas esforzadas, más pertenecientes al orden de los sueños o al de las ideas que al de la carne (con patatas). Quizás por esta causa a la tierna edad de los cuatro años me expulsaron del colegio de pago que con grandes esfuerzos mis padres sufragaban. En la mnte de aquel niño que fui no era comprensible que hubiera otros chavales que no pudieran disponer de material escolar decente y que se vieran forzados a apurar los lápices hasta que les hacían llagas en las manos, cuando tan fácil era ir con un papelito a la librería del propio colegio (Mirasierra) y cambiarlo por novísimos cuadernos o lapiceros de dos colores sin estrenar.

No; no había reinventado a Robyn Hood, pero sí la manera de encontrar mi sitio, un tanto marginal, autodidacta, extraña en esta sociedad sin Justicia. Un filón maravilloso que, años después, me sirvió para ser expulsado también del colegio de curas donde estudiaba (Col. Salesiano Santo Domingo Savio), en esta ocasión por "rojo", si por tal entendemos cuestionar la legitimidad de que nos hicieran tragar a trangullones misas, oraciones, novenas, procesiones y lo que se terciara, que no sé cómo nos quedaba tiempo lectivo para aprender ciertos rudimentos. ¡Así está España!

En fin, ya que era "rojo", y seguramente reo del castigo eterno, me ví integrado de pleno derecho a los 16 años en el mundo laboral, relegando mi formación académica (o lo que sea) a las tardes, y pocas, que las chavalas estaban de un mírame y acariciamé si puedes que para qué cuento. Y tanto más con ciertos haberes en el bolsillo, lo que a uno le facilitaba en gran medida la ardua labor de conquista. ¡Lo que no logre el cúmquibus...!

Lo que pasa es que uno no es listo, y en una de ésas, ¡zas!, que la chavala (que no era la mía) con la que salgo una noche, se queda embarazada. ¡Menudo lío! El don Juan de pechiglás que todos llevamos dentro combatió a muerte con el don Quijote que nos anima, y, tras muchos dimes y diretes -digo yo que seguramente por el karma que arrastro de vidas anteriores-, nada, que dejo al amor de mi vida (Alicia) y me caso a la tierna edad de 19 años recién cumplidos. Buena cosa y muy sensata, dirán muchos; pero se equivocan, porque la chavalita en cuestión no estaba embarazada ni Dios que lo pintó, sino que debía tener ganar de salir escopetada de casa y éste le pareció un buen argumento o una excusa que ni pintiparada. Lista, lo que se dice lista, como se ve, tampoco lo era.

Mejor, así podría escribir desde una posición más estable (tampoco yo soy listo, ya se ve). La mili, la casi guerra del Sahara, la muerte de Franco y todas esas cosas, no eran muy compatibilizables con una vida matrimonial serena y con la preciosa nena que, ya puestos, vino un par de años después. España hervía en ideologías, combatían las sangres humildes por hacerse un hueco de dignidad en el ninguneo del Régimen, y, allá donde había lío, me gustaba estar en primera línea, siquiera fuera para vivir lo que por suerte he vivido. Y hubo de todo, no se crean, pero más que nada, palos, que menudos son los guardias, poco importa si de dictadura, democracia o lo que sea (ahora lo sé).

Si ellos te daban un repaso por cualquier menudencia que te dejaban cantando el "Cara al sol" de lo reluciente, nosotros nos crecíamos ante el castigo y empujábamos por la extinción de la dictadura para -¡chasco!- esta cosa corrupta y repuganante que tenemos, llena de bichos bastante peores que aquéllos porque se disfrazan de decentes para romperte el cerito en varios gajos.

Mejor también, que de ello se aprende y se sacan argumentos para excelentes novelas. Algunas iba acumulando ya, y no faltaba algún amigo íntimo que me animaba a participar en algún concurso o cosa por el estilo. Lo hice en 1986 y logré quedar finalista (junto con otros dos tipos) en el Premio la Rama Dorada. ¡Ah, qué maravilla! Ya me podía ver como el autor de moda, el referente literario que venía a dar sentido a la enorme vacuidad de casi un siglo sin substancia. ¿Por qué no habría participado antes?... Pues seguramente por intuición, porque fue uno de los mayores fiascos que recuerdo. Se me cayó el alma a los pies cuando Rodríguez Sampedro, a la sazón el otro finalista, le preguntó al ganador del concurso en el acto de entrega de premios: "¿Por qué gana usted siempre que está su tío en el jurado?..." La que lió ya se la pueden imaginar, claro; pero puertas adentro, se me derrumbó uno de los pocos credos que me restaban: no había decencia en España ni en el mundillo las letras. Ahora sé que siempre fue así, especialmente en el mundillo de las letras.

Así la cosa, seguí en lo mío de escribir, pero cada vez que escuchaba a alguien hablar de honestidad (y en esos años se hababa mucho de eso, incluso de "100 años de honradez!), como que torcía el gesto, haciendo ¡fu! No; no había honestidad alguna en ninguna esquina patria, salvo de mí hacia mí y sin grandes excesos, pues que de fuera ni en tu propia pareja podías confiar en demasía.

La vida laboral me iba bien, y a esas alturas ya trabajaba como directivo de muy grandes empresas, a pesar de no haber concluido mis estudios de Ingeniería Aeronáutica. Tenía dinero, no faltaban placeres, adoraba a las tres hijas que ya tenía y en el banco me hacían reverencias, incluso a riesgo de hacerse chichones en la frente con la puntera de los zapatos. El mundo funcionaba estupendamente..., hasta que llegaba a casa, y uno, habiendo lo que había por el mundo, tenía que conformarse con esa furriela gruñona y eternamente malhumorada que había consagrado su existencia a la consunción vital de éste su seguro servidos. Tal cual; un día dije: hasta aquí..., y me echó.

¡Ah, la justicia española! Oiga usted, en cueros que me dejó, con la excusa de que se quedaba con las niñas. Fue sólo con dos -la mayor se vino conmigo- y por poco tiempo, porque unos meses después, contra la firma de un documento en el que me comprometía a no pedirle pensión para las niñas o cosa parecida en el futuro, me las dejó en el portal -por suerte para ellas y para mí-, y si te he visto no me acuerdo. Para esas alturas la mal llamada justicia había asolado mi vida, vivía prácticamente con una mano delante y otra detrás y mi ex mujer se iba ahora con los beneficios de una vida a comenzar a otro sitio con lo mío. ¡Ande con Dios!

Sólo y con tres niñas, sin trabajo y con tal cantidad de necesidades que es difícil y muy penoso sólo relacionarlas, me sentí, adempero, como en mi propia salsa: fue la etapa más dulce de mi vida. Y, por si fuera poco, me uní en pareja con una mujer venezolana que produjo incontables dislocaciones cervicales en nuestro país, abriendo inmejorable filón para espinólogos de toda catadura.

Después de salir de director de una gran empresa, para esas alturas ya tenía la mía propia, y así fue como pude estar algunos años (demasiados, porque aún lo hago) pateando el mundo y ensopándome de cómo funciona en verdad, pero en verdad de la buena, no esa cosa de los telediarios y tal. Fueron años tan dichosos que, de vuelta al género de los estúpidos, participé en otro premio (esta vez el Azorín), y también quedé finalista, pero nada más. ¿Y de qué vale quedar entre los diez finalistas de entre los cientos de aspirantes de enormes triunfadores del mundo del las letras que concurren, se preguntarán?... Pues no se lo pregunten, porque ahí va la respuesta: de nada. Ustedes creerán que sí, como yo mismo, pero no: ni las editoriales creen en esos jurados (que siempre son los mismos y no plumean demasiado allá). De nada absolutamente; es más, si los premios existen es para intentar convertir en "producto" a un escritor y que el orden de los cándidos se vuelque como loco en la compra y obsequio de ese libro premiado: nada más. Los premios y nada, la misma cosa: ¡palabrita!

Pero, en fin, tratando de sacar alguna ventaja de aquel suceso vacuo y estúpido, y hasta tal vez pensando que de algo habría de servir la valoración que habían dado esos prohombres y promujeres de las letras "uliversales" (véase qué falta de talento pensar que esas vetustas glorias que tiene dificultades para hacer la O con el culo de un vaso, o los trasnochados freakys de moda elevados a modelos sociales por la cosa del márquetin, podían valorar siquiera su propia existencia), envié regular cantidad de ejemplares -¡una pasta, oiga!- a las editoriales. A cantidad de ellas: mogollón. Tantas, tantísimas, para recibir una única respuesta: no.

Gente sabia la de las editoriales, mire usted por dónde. Casi tanto como los jurados. Pocos, muy pocos como ellos, porque todas dijeron no con iguales, idénticas o parecidas fórmulas (las que lo dijeron, claro, que las hubo que dieron la callada por respuesta)... ¡sin haber abierto siquiera los originales! Díganme si eso no es talento en estado puro. Venden paja encuadernada, eso sí; ¡pero de bonita!...

Ya dije más arriba que no soy listo, y la prueba la tienen en que concursé otras veces más, y también quedé finalista del Premio Planeta (2 veces, en el 99 y en 08), otra en el Lara del 02 y una más, que recuerde, en el Ateneo de Sevilla, también en el 02. La pregunta, claro, saltaba a los labios: ¿cómo es posible que se pueda conceder un solo premio sin que yo esté de finalista?... ¡Ah, misterios!

Y así llegamos adonde estamos: a ninguna parte. Mis novelas, como uno de mis personajes, se venden racionalmente bien, pero a amigos y a un nutrido grupo de lectores a quienes más les gusta la literatura que la publicidad. Ya saben que hay criterios para todos los gustos. Hubo un tiempo en que tuve distribuidora y todo eso, y mis novelas se podían encontrar en todas las librerías; pero la absorvió una multinacional de la paja encuadernada, y listo: a la rúe. La cosa, pues, queda entre nosotros (autor y lectores) y alguna que otra librería por ahí, además de las de Internet. Mi propio sello, mi propia imperfecta corrección (lo que confiera a la obra mayor valor), y la continuidad en esta España de puertas cerradas para quien no está en el chiringuito o no es objeto de los intereses marquetinianos de un gran sello. Eso sí, sin corectores de estilo o gramaticales más allá del Word, sin agentes literarios o santos que eleven oraciones por mí, aquí estamos y estaremos, no sólo con las novelas (que son buenas, palabra), sino también como articulista de numerosos medios.

En fin, que ahí seguimos, desengañados y dolidos, pero ni resentidos ni ofendidos. Sólo se ofende el que puede, y no tengo tiempo para eso. Vivo de otras cosas (el comercio internacional), aunque no puedo dejar de escribir como un toxicómano de las letras. A cada loco, su tema. El mío, el de mi verdadera natguraleza, es éste, contar lo que veo y cómo lo veo, pero teniendo siempre muy claro que la vida no son las circunstancias, sino que las circusntancias son la vida; y, por suerte, las que me han tocado vivir, son muchas, importantes y siempre poniéndome en el disparadero. Mejor suerte, imposible. De alguna manera, el broker internacional sostiene al escritor..., además de mis lectores, que por suerte no faltan.

Mis circunstancias me formaron y le dieron a mis letras lo que tienen: no me echen la culpa a mí sólo de todo. En cualquier caso, ahí tienen mi obra: que les aproveche... si gustan.

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